Por Atilio A. Boron
La “guerra de los aranceles” desatada por Donald Trump será objeto de análisis y debate por mucho tiempo. Sin embargo, reducir esta confrontación a una mera cuestión comercial, al balance de importaciones y exportaciones entre Estados Unidos y sus socios, sería un error grave. La iniciativa del magnate neoyorquino se asemeja más a un manotazo de ahogado, una maniobra torpe y mal concebida que, por su improvisación y constantes avances y retrocesos, difícilmente merece el calificativo de “plan”.
Enumerar los evidentes errores del anuncio de Trump y su incomprensible improvisación, reflejo del capricho que guía sus acciones, requeriría varias páginas. Basta con señalar un par de ejemplos: entre los países penalizados por su política arancelaria, ahora suspendida temporalmente por 90 días, se incluyen dos pequeñas islas volcánicas deshabitadas, Heard y McDonald, ubicadas en un sector de la Antártida reclamado por Australia. Igualmente absurdo resulta el “castigo” arancelario impuesto a Australia, ¡un país con el cual Washington mantiene un superávit comercial de 17.300 millones de dólares! Situaciones similares se observan con otros países como Emiratos, Bélgica, Panamá o el Reino Unido. ¿Cómo explicar semejante despropósito? ¿Imponer aranceles a economías con las que Estados Unidos tiene un balance comercial favorable? La respuesta la ofreció el habitualmente circunspecto editorialista del New York Times, Thomas L. Friedman, quien, ante tal muestra de improvisación e ineptitud, inició su artículo afirmando que “si contratas payasos, deberías esperar un circo. Y, compatriotas estadounidenses, hemos contratado a un grupo de payasos”. Friedman critica la insistencia de Trump y sus principales asesores en mantener los aranceles, para luego señalar su capitulación y la firmeza de China al no dejarse atropellar por Estados Unidos, advirtiendo que el gigante asiático tiene suficientes recursos para hacerle pagar caro al país norteamericano por las acciones de su presidente.
Un consenso tácito pero real reconoce que en la selección de su equipo de gobierno, Trump ha priorizado la lealtad personal sobre la capacidad técnica, algo impropio de un jefe de estado serio. No sorprende, entonces, que Friedman los califique de “payasos” o “imbéciles”. Esta falta de pericia explica la propuesta de un aluvión de aranceles sin sentido, ignorando realidades complejas como la cadena de valor del iPhone, que involucra partes, diseños y componentes de 43 países, como demostró un estudio de CNBC.
Si Trump persiste en su política de repatriar empresas estadounidenses, ¿podrá el país reemplazar a China como taller industrial del planeta, tal como lo fue el Reino Unido en el siglo XIX? Las cifras recientes muestran que China es responsable del 31,6% de la producción manufacturera mundial, seguida por Estados Unidos con un 16%, y Japón y Alemania con un 5% cada uno. Además, solo el 14,1% de las exportaciones chinas se dirigen a Estados Unidos, mientras que el 85,9% restante se distribuye por todo el mundo. Esto evidencia que las bravuconadas de Trump difícilmente dañarán la economía china, cuyo principal destino de exportaciones es Asia. El mundo ha cambiado profundamente, y Washington aún no lo ha comprendido. La multipolaridad política se sustenta en un sólido policentrismo económico. La globalización neoliberal y el Consenso de Washington no solo empobrecieron a Estados Unidos, como denunció recientemente el senador Bernie Sanders, sino que también desindustrializaron su economía. Se estima que desde los años ochenta del siglo pasado, Estados Unidos perdió unas 90.000 empresas industriales. Si en 1950 la industria manufacturera representaba un cuarto del PIB estadounidense, actualmente no alcanza el 10%. La fuerza laboral fabril, que a mediados del siglo pasado superaba el 30% del total, en 2020 apenas llegaba al 8%. Para que Estados Unidos recupere su poderío industrial se requieren empresas (que no existen en número suficiente), capitales (desviados premeditadamente hacia la especulación financiera, a diferencia de lo ocurrido en China) y mano de obra calificada (insuficiente en Estados Unidos). En el año 2000, Estados Unidos y China graduaban un número similar de ingenieros y profesionales en computación (alrededor de 200.000). Sin embargo, en 2020 China graduó a 1.380.000, mientras que Estados Unidos se mantuvo estancado en 197.000. Contrariamente a lo que afirman Trump y su círculo de asesores ineptos y reaccionarios, no es que “China le roba la tecnología a Estados Unidos”, sino que el gigante asiático desarrolló un proyecto de más de cuarenta años de fuerte inversión en formación científica y tecnológica, en contraste con lo que ocurre en otros lugares. Un dato revelador, aportado por Thomas L. Friedman tras un reciente viaje a China, es que ese país cuenta con 39 universidades con programas especializados en la industria de las tierras raras, materiales estratégicos para la informática y aplicaciones militares, cuyos mayores depósitos se encuentran precisamente en China. Las universidades de Estados Unidos y Europa, en su mayoría, solo ofrecen cursos ocasionales sobre este tema.
En conclusión, en su desesperado intento por restaurar un sistema internacional que ha cambiado irrevocablemente hacia un mundo multipolar, las estrategias actuales de Washington solo lograrán reforzar la creciente interrelación entre los países del Sur Global. El mundo se ha “desoccidentalizado”, como advirtió Emmanuel Todd, y Estados Unidos lucha por revertir la historia apelando a la fuerza y tensando la cuerda con China, a quien acusan de aspirar a la hegemonía mundial. Quienes propagan estas ideas no se han percatado de que ya vivimos en un escenario post-hegemónico. China es ya una gran potencia económica, igual o superior a Estados Unidos, y su eficaz diplomacia se nutre de una práctica milenaria. Está fortaleciendo su inversión en defensa, anticipando posibles acciones de Washington, pero no tiene en sus planes reemplazar a Estados Unidos en el papel que este desempeñó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su lúcida dirigencia sabe que eso es imposible e indeseable. Para sostener su imperio y frenar su declive, Trump ha solicitado al Congreso un presupuesto militar que por primera vez supera el billón de dólares, necesario para mantener casi 200.000 efectivos en más de 800 bases dispersas por el planeta, recursos que no han evitado la reconfiguración multipolar del sistema internacional. Este dinero no mejorará la competitividad de su economía, pero enriquecerá a los magnates que hoy pululan por la Casa Blanca. Pocos en Estados Unidos han comprendido el trascendental cambio geopolítico mundial, y ninguno en el actual gobierno argentino, que apuesta por ser una dócil colonia de la potencia en decadencia en lugar de ocupar un lugar más productivo junto a otros países de la región en este nuevo mundo. Por ello, en un gesto que refleja una mediocridad similar a la percibida por Friedman en el entorno de Trump, el gobierno de Javier Milei desechó la invitación a Argentina (a nuestro país, no a su gobierno) de ingresar a los BRICS, una coalición con un peso económico significativamente mayor que el G-7. Pagaremos muy caro semejante desplante.